La madrugada cayó pesada sobre la ciudad. A las 3:00 am, Toluca estaba sumida en un silencio profundo cuando Verónica Garcés, vecina de Capultitlán, emprendió el viaje que habría de transformarla. El destino: el Pico de Orizaba. Afuera, el frío raspaba los huesos y el asfalto parecía interminable, pero el plan estaba decidido; un ascenso esperado, una experiencia que prometía marcar el pulso del corazón.
Tras varias horas de camino, el grupo llegó a Hidalgo, donde un desayuno cálido devolvió la fuerza al cuerpo y al ánimo. Luego vino el traslado en camionetas 4×4 rumbo al Refugio Piedras Negras, puerta de acceso a la montaña. Desde ahí comenzó la caminata hacia Nidos, lugar elegido para pasar la noche antes del ataque a la cumbre. Mochilas cargadas, pasos firmes y la montaña observando en silencio.
La ascensión final inició a la 1:00 am del día siguiente. Entre oscuridad y viento, Verónica avanzó junto al primer grupo. Había dormido lo suficiente, pese a los constantes susurros del aire que golpeaba la tienda como si quisiera colarse en sus sueños. Aun así, amaneció fuerte, decidida.

Las linternas cortaban la noche como pequeñas estrellas portátiles, mientras una luna menguante tejía un paisaje casi irreal. Fue entonces cuando llegó el momento de colocarse los crampones, tarea compleja en plena oscuridad y con el aire helado mordiendo los dedos. Nada que ver con las prácticas tranquilas de fin de semana; en esta montaña cada movimiento era urgente, necesario, definitivo.
La nieve crujió bajo sus botas, despertando recuerdos de infancia, de hojas secas rompiéndose bajo sus pies pequeños. Aquella memoria le dio calma. Sandro, con voz firme y paciente, marcaba el ritmo: “Cuenta 1, 2, 3, 4… 20”. La mente se concentró, respiró, avanzó.
Pero no todas las historias de montaña están hechas solo de calma. La nieve negra apareció repentina bajo sus pasos. Un resbalón. Miedo. Un grito ahogado en la garganta. El pensamiento inmediato: su hijo. Un pacto consigo misma la obligaba a regresar con vida. Por un instante quiso volver, rendirse, bajar. Sin embargo, la montaña —imponente— también guarda a veces milagros.
César, Paulo y Miky la rodearon entonces como guardianes invisibles. Con palabras, con presencia, con compañía. Le recordaron que podía hacerlo. Y con ellos, paso a paso, la pendiente cedió hasta finalmente abrir el cielo ante sus ojos.
La cima —blanca, inmensa, brutalmente hermosa— la recibió sin palabras. El aire escaso quemaba y al mismo tiempo sanaba. Allí, sobre la cúpula más alta de México, Verónica encontró algo más que una vista: encontró silencio, encuentro, fuerza.

Pero toda cumbre exige también un descenso. Tras la euforia vino el vértigo. La nieve dura, traicionera, obligó a extremar cuidados. Ella pidió ser encordada y quedó al resguardo de la Dra. Gaby, mujer firme, valiente, compañera perfecta para la bajada. Marcos, emocionado, le dio un nombre que aún vibra: “hija de la montaña”. Entre risas, miedo y un bastón que accidentalmente impactó en su rostro, el grupo regresó poco a poco a la seguridad del valle.
Cada paso hacia abajo fue también una enseñanza: el miedo existe, y aun así se camina. La fuerza no es ausencia de temor, sino la decisión de seguir con él a cuestas.
Ya en terreno seguro, Verónica dedicó la cumbre a su hijo, quien desde lejos fue el motor de cada paso. Una promesa convertida en conquista: nunca renunciar a los sueños, nunca dejar de subir.
La travesía cerró con una comida tibia y abundante en Hidalgo, antes del regreso a Toluca. El cuerpo cansado. El alma despierta.
El Pico de Orizaba quedó atrás, pero algo de Verónica Garcés se quedó para siempre en la montaña.
Y algo de la montaña, también, viajó de vuelta con ella.



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