Por Samuel Estrada

En un país donde los reflectores deportivos apuntan al fútbol, es necesario hablar de las entrenadoras y entrenadores mexicanos que dedican su vida a formar a los futuros campeones del país.

Son mujeres y hombres que entrenan en gimnasios sin techo, albercas con goteras o pistas de atletismo desgastadas. No tienen sueldos altos, ni contratos estratosféricos, pero tienen algo más poderoso, voluntad y vocación.

Estos entrenadores, lejos de los grandes escenarios, son los primeros en detectar el talento en una niña que salta con gracia en la primaria o en un niño que corre con fuerza por la calle. Son ellos quienes inician el largo camino hacia el alto rendimiento. No sólo enseñan técnica: enseñan a perder, a levantarse, a trabajar en silencio. Son formadores de carácter y, en muchos casos, una figura casi parental para atletas en situación vulnerable.

Sin ellos, no existirían los medallistas olímpicos que hoy celebramos. Historias como la de María del Rosario Espinoza en taekwondo o los múltiples éxitos de los clavadistas mexicanos, no se podrían contar sin esos entrenadores locales que creyeron en ellos cuando aún eran promesas sin recursos ni apoyo institucional.

Lo anterior, lo hacen enfrentando precariedad: instalaciones en mal estado, presupuestos raquíticos, falta de becas o estímulos. Aun así, siguen. Viajan con sus atletas a competencias en camiones sin aire acondicionado, pagan inscripciones de su bolsillo y muchas veces renuncian a su vida personal por llevar a un joven al clasificatorio estatal.

Más allá del alto rendimiento, su labor tiene un impacto social profundo: rescatan a miles de jóvenes del abandono, de las calles, de la violencia. El deporte se convierte en refugio, y ellos en guardianes de ese refugio.

Estos entrenadores no están en las portadas, pero deberían estar en la historia del deporte mexicano.

Héroes del deporte, entrenadores sin reflectores

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